miércoles, 13 de mayo de 2009

América Latina: la democracia enfrenta señales de riesgo.

Por: Lic. Ronald Obaldía González/Politólogo.

Rara vez suele difundirse un pronunciamiento en América del Sur de tal envergadura.

Resulta que el arriesgado congresista argentino, Luis Gonzales Posada, lamentó que América Latina se esté convirtiendo en el “patio trasero” de los vendedores de armas específicamente de los Estados Unidos de América y de la Europa industrializada, por lo que consideró necesario que la Organización de los Estados Americanos (OEA) convoque a una cumbre especial para abordar y reflexionar sobre el tema, y de este modo contener el armamentismo en la región. Y quizás agregarle valor a la tesis del argentino, acerca de la necesidad de diseñar un nuevo concepto (democrático y civilista) de seguridad hemisférica.

González Posada enfatizó que la compra de armas por parte de algunos países de la región, ha fracturado “el equilibrio estratégico pasado”, desencadenando presiones hacia una carrera armamentista: causa de temores, suspicacias y distancias emocionales entre los pueblos, que por lo demás, está lejos de tener algún tipo de sustento, primordialmente en un continente que se jacta “de paz e integración”.

Por supuesto que sí consiste un acto “cínico”, como lo califica dicho congresista, que al lado de los anhelos de integración existan países que le concedan prioridad al armamentismo en los presupuestos nacionales. La mayoría de las élites latinoamericanas se ven enceguecidas por esta realidad distorsionante, que va en detrimento de los legítimos propósitos del desarrollo democrático.

Obsérvense las (desafortunadas) manifestaciones de una de las máximas autoridades de defensa del Perú, quien se congratula ante la aprobación del proyecto de ley en su país, por el cual un 5% de las futuras regalías y canon por la explotación de recursos naturales, serán destinadas a las Fuerzas Armadas, a efecto “de darles sostenibilidad y potencialidad… y para adquirir una necesaria capacidad disuasiva”.

Sospechando del carácter pacífico de la determinación de Chile (que miramos con malos ojos) de gastar 450 millones de dólares en nuevas compras militares, el alto cargo militar peruano explicó “que la anunciada compra de una flota de 18 de aviones de combate F-16 por parte del gobierno de Michelle Bachelet a Holanda, así como otras adquisiciones militares en la región, generan una innegable situación de asimetría.

El desasosiego de ese militar lo hace “reconocer” en que sería deseable que entre países hermanos, según él, “con proyección hacia el futuro y con un origen común”, se invirtiera más en salud, educación e infraestructura en beneficio de los ciudadanos, antes que en material bélico.

Obviamente, que primero el Brasil y Argentina y, luego, Venezuela despejaron el camino en cuanto a la ruptura de tal supuesto equilibrio militar, al confundirse también como potencias subimperialistas; hasta el colmo en que una de ellas se obsesiona por alcanzar un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, sin poseer suficientes legados y méritos históricos y políticos. En cambio, Colombia, con todo el suplicio de la guerra doméstica, cuya finalización se calcula entre 15 y 20 años, además de la inseguridad que implica cohabitar con vecinos conflictivos, ha conseguido destruir todas las bombas racimo existentes en el país, dando así cumplimiento al Tratado de Oslo, que impide la fabricación, comercialización y tenencia de este tipo de explosivos.

Asimismo, el gobierno del Presidente Álvaro Uribe suscribió la Convención de Ottawa en 1996, el cual prohibe y restringe el empleo de minas antipersona y de armas convencionales, susceptibles “de considerarse como nocivas o de efectos indiscriminados”. Aquí es cierto que se visualiza la gran fe de la sociedad libre colombiana de encontrar fórmulas para salir adelante, decidida “a proyectarse al futuro”, retomando así la expresión del candoroso alto militar peruano.

A decir verdad, dentro de la diversidad de la experiencia histórica del siglo XlX (reproducidas en el siglo XX) se descubren en América Latina grandes resabios de la herencia colonial, síntomas de su supervivencia en condiciones coercitivas que le favorecieron, entre otros fenómenos, la continuidad de aparatos del Estado, en especial la jurisdicción privilegiada del enclave del Ejército en las naciones iberoamericanas (Stanley J. y Barbara H. Stein, 1974).

El Ejército en esta área geográfica resultó ser decisivo en las etapas oscuras de interrupción de los procesos democráticos, así como en lo que hubo de significar la obstrucción de la sociedad civil, la brutal represión contra los derechos fundamentales de las gentes, lo que comportó el agravamiento del saqueo y la corrupción con la complicidad de la legión de los Porfirio Díaz, Maximiliano Hernández, Estrada Cabrera, Perón, Odría, Stroessner, Pérez Jiménez, los Somoza, Pinochet, Videla, Fidel Castro y Daniel Ortega.

Así las cosas el Ejército en cada país ha sido un aparato que en forma de rémora de los presupuestos nacionales, continúa siendo protagonista de monumentales hurtos como los que se descubrieron en estos momentos en Argentina y Chile, donde oficiales de la Fuerza Aérea y Armada, respectivamente, malversaron cuantiosos recursos económicos.

Sin embargo, gastando en privilegiados salarios a favor de los uniformados, lo mismo que en la injustificada adquisición de armas y aparatos de guerra, algunos gobiernos latinoamericanos, que padecen de amnesia, le fortalecen las alas al animal ponzoñoso, de cuyo exclusivismo y agresiva estructura psicológica, les podrían tarde o temprano sacar los ojos, haciendo retroceder a la sociedad en su conjunto.

Lo ideal es que tales recursos presupuestarios sean reasignados a actividades claves de las economías. Por ejemplo, el expresidente chileno Ricardo Lagos sugiere pautar con los Estados Unidos de América, en igualdad de condiciones, múltiples proyectos (o anillos) energéticos, como también del medio ambiente y el cambio climático, tal como lo lanzó igualmente el Presidente Barack Obama en la pasada Cumbre de Trinidad y Tobago.

Con dichos emprendimientos entre estadounidenses y latinoamericanos, se reduciría la conflictiva dependencia global de los combustibles fósiles; es una manera de alejarse de caminos equivocados (nunca aconsejables de reforzar las Fuerzas Armadas). Y como lo recalca el expresidente Lagos, se trabajará con la mirada puesta en los recursos energéticos, en no quedarse atrás, y en asumir que de esta conmoción económica mundial se sale avanzando mediante diseños sociales inteligentes, generadores de desarrollo social.

En este orden de los riesgos, y no menos preocupante son los déficits de confianza que afrontan los partidos políticos. Precisamente, un reporte de la Comisión de Prevención del Delito y Justicia Penal de las Naciones Unidas, intitulado “Amenazas y tendencias en materia de corrupción en el siglo XXI”, dado a conocer en México, sostiene que sólo en una tercera parte de los países (incluida América Latina) hay leyes adecuadas, para frenar el dinero ilícito en las campañas políticas, lo que socava la competencia electoral e induce a los ciudadanos a que desalienten, alejándose de la política, y que, en última instancia, pierdan la confianza y el respeto por las instituciones democráticas.

El estudio en mención comprueba la inaccesibilidad a la información, la falta transparencia en la financiación de los partidos políticos y de las campañas electorales, aspectos que están escasamente reglamentados, por lo que se favorecen las prácticas más comunes de la corrupción política, tales como la financiación ilícita de partidos, elecciones y compra de votos, hasta el tráfico de influencias por parte de políticos y funcionarios públicos electos.

A estas irregularidades en el financiamiento de los partidos políticos, consideradas por el reporte de la ONU como un factor perturbador contra la competencia entre los partidos políticos y por consiguiente contra la democracia multipartidaria, se suma la propensión latinoamericana hacia esa irracional carrera armamenista, que como fue señalado, no es sino una amenaza que pone en entredicho la sostenibilidad democrática, especialmente por la discutida vocación democrática de los actores que están detrás, los cuales se niegan a perder exclusividades en la sociedad política. Por ello entonces, no cabe más remedio que mantener en funcionamiento los radares y las alarmas.

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