lunes, 28 de septiembre de 2009

La Cumbre de Pittsburg: un experimento en las relaciones del poder internacional.

Por: Lic. Ronald Obaldía González/Politólogo.

Durante la semana que pasó, la ciudad de Pittsburgh albergó la Cumbre de Jefes de Estados de países, que conforman el G.20, el principal foro de la cooperación económica mundial, autodenominado así por las naciones más poderosas, esta vez acompañadas de once países con “economías emergentes”, entre las que cabe destacar aquí a Argentina, Brasil y México, en representación de América Latina.

El grupo de naciones del G-8 se transformó ahora en G-20, a petición del Presidente Barack Obama, sustentado en su enfoque multilateralista, ya que el primer esquema era visualizado como una asociación antidemocrática, la cual tomaba decisiones a “puertas cerradas”.

Las negociaciones hacia la reforma del sistema financiero concentraron la atención de los Jefes de Estado, de suerte tal que el acuerdo medular de la Cumbre consigna la tarea, que se impone dicho Grupo, de convertirse en el contralor de la economía internacional, a causa de la negativa experiencia de los excesos del sector bancario que, al carecer de regulación, consiguió desestabilizar la economía global.

El compromiso de fortalecer las bases del crecimiento sostenido, venido a menos quince meses atrás, resalta entre los acuerdos relevantes del G-20, así como la voluntad de resolución demostrada por dichos líderes alrededor de las debilidades que condujeron a la presente recesión.

Sin embargo, al ser escuchado ese pronunciamiento a favor del crecimiento continuo, hay que hacer mención de las preocupaciones del economista y Premio Nobel, Joseph Stiglitz, quien confirma el paralelismo existente entre el crecimiento de la producción y la sobreexplotación de los recursos naturales, lo mismo que la degradación del medio ambiente, en especial los efectos perniciosos sobre el cambio climático.

Así entonces y por más buenas intenciones de respaldar la reunión de Copenhague en diciembre de este año, en la que será abordado el asunto (lleno de desacuerdos) de la reducción de nuevas metas de disminución de emisiones contaminantes, habrá de ponerse en tela de juicio que la reactivación productiva (el incremento del PIB de los países), por iniciativa de dicho grupo, sea sinónimo de sostenibilidad y bienestar, o bien, que la recuperación traiga consigo la reducción de las disparidades y las desigualdades entre las grandes y las pequeñas economías.

Ninguna simpatía debería de originar que el G-20 se constituya “en el consejo de administración de la economía mundial”, dado que una buena parte de los miembros, que conforma dicho club selectivo, ostenta modestas estadísticas en cuanto a desempeño macroeconómico, al igual que varios de ellos han insuflado las tensiones políticas regionales, ya sea porque ponen por encima sus intereses estratégicos, intensificando la carrera armamentista en diferentes escenarios de conflicto.

A decir verdad, la responsabilidad de la crisis financiera ha descansado en las economías poderosas, entre ellas, los Estados Unidos de América, Canadá y la propia Europa. En cambio, casi la mayoría de los países en desarrollo hubieron de alcanzar un mejoramiento de sus cuentas nacionales por presiones del Fondo Monetario Internacional (FMI).

La cooperación entre el Norte y el Sur, como lo proclama el G-77 (compuesto por países del Tercer Mundo) seguirá siendo materia endeble en el caso de las declaraciones diplomáticas, originadas en el seno de las potencias globales. Es decir, esta asignatura está distante del orden de prioridades de las naciones altamente industrializadas; de la cual las naciones con economías emergentes parecieran que se han desentendido también.

Las ambiciones de estas últimas se perfilan más que todo a entronizarse, de modo activo, en los centros de las decisiones globales, construyendo con las grandes potencias un “condominio del poder”, lo que les facilitará la defensa de sus propios objetivos políticos, económicos y militares. Específicamente, uno de ellos fue ya cumplido, de manera parcial, en la Cumbre de Pittsburgh, dado que en el reparto de los votos, el G-20 se apresta a proponer en Estambul un traspaso de al menos un 5% de los votos del FMI a los países emergentes.

No es de extrañar que en repetidas oportunidades las visiones de las nuevas potencias riñan con las de las economías débiles, incluso con las de Estados nacionales de renta media. El mejor ejemplo de lo que acaba de citarse, viene a serlo el MERCOSUR, que, entre otros aspectos, ha puesto de manifiesto las fuertes contradicciones entre el Brasil y Paraguay, a causa del mercado hidroeléctrico, como también las de Argentina y el Uruguay, a raíz de la construcción de industrias fronterizas de celulosa.

Asimismo, en lo que respecta al rezago energético que manifiestan tener una mayoría de sus probables (ex) socios del Sur, bien se puede afirmar que son casi a cuentagotas los planes cooperativos dentro del esquema Sur - Sur, promovidos por las potencias emergentes, a pesar de sus grandes reservas de recursos fósiles, además de los conocimientos tecnológicos, poseídos en este sector crucial de la economía internacional.

De allí, como lo subraya el chileno Luis Maira, de lo indispensable que es desarrollar eficientes políticas exteriores en los segmentos social, energético, agrícola, medio ambiental, etcétera, a fin de evitar que las economías pequeñas se transformen en “Estados clientes” (A.W. Singham, 1992) de ese condominio, que, en adelante, pudiera ser que modifique la estructura del poder político y económico mundiales.

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