lunes, 9 de agosto de 2010

La Colombia de Álvaro Uribe.

Por: Lic. Ronald Obaldía González/Politólogo.

Juan Manuel Santos toma las riendas de Colombia, de los pueblos cultos de América
Latina; el país donde la gente habla el mejor español. Todo indica que sobre sus
espaldas sobrellevará un fardo menos pesado. A Álvaro Uribe, su predecesor, le correspondieron ocho años de trabajo extenuante y complicadísimo, al enfrentar férreamente la narcoguerrilla de las FARC y el ELN y, de relevo, las fuerzas oscuras que están detrás.

Los paramilitares de derecha, asesinos como sus enemigos, aceptaron a regañadientes la desmovilización, lo que significó deponer las armas, aunque se resisten a lesionar la alianza con el narcotráfico. En las esferas gubernamentales encontraron socios; con todo, el aparato judicial funciona como tal, se lograron desenredar múltiples nudos, que evitaron la impunidad, que pudo haber favorecido a los extraditables del narco y a los cabecillas de los paramilitares.

La voluntad de diálogo entre el gobierno de Uribe y la guerrilla quedó fuera de la agenda nacional. La fallida experiencia en tiempos del inocente mandatario Andrés Pastrana era suficiente. En ese entonces, tuvo poco valor la existencia de “la zona de despeje del Caguán”, concedida a los guerrilleros, tal que las fuerzas armadas se mantuvieron a la distancia de tales territorios, mientras continuaban las
negociaciones de paz entre el gobierno y la insurgencia. Pastrana debió reconocer su
frustración. Terminando casi su gobierno, con el presidente Bill Clinton firmó el Plan Colombia; se deslizó al otro extremo.

Más antes, el presidente Belisario Betancur había intentado acuerdos con las fuerzas rebeldes, a fin de conseguir la pacificación. Los boicots y los complots, salidos de todas las partes, dieron al traste con los mínimos avances conquistados. Las mismas fuerzas armadas se empeñaron en estropearlos, lo que evidenció su fuerte ligamen con los paramilitares de derecha.

El periodo de gobierno de Ernesto Samper (1994 – 1998) registró la máxima turbulencia de la sociedad colombiana, al comprobarse los nexos de su campaña con el narcotráfico.
En realidad, Samper tuvo que dedicar tiempo completo a su defensa, su administración perdió total credibilidad; enfrentaba presiones de sus opositores, quienes abogaron
por su renuncia, al compás del malestar de Washington. El descalabro de la nación
era inminente.

Sin la presencia todavía de Hugo Chávez y sus pequeños satélites, la guerrilla colombiana continuaba golpeando la infraestructura, secuestraba, asesinaba a cielo abierto, ganaba terreno; combatía contra un ejército oficial mediocre y corrupto, el que pudo mejorar tras la asistencia de los Estados Unidos de América que ejecutó a la letra el Plan Colombia. Tampoco se quedaban atrás los cárteles del narcotráfico, acostumbrados a tejer alianzas con los paramilitares o bien con los rebeldes, dependiendo de los vaivenes del negocio de la droga.

El mayúsculo descrédito de los partidos tradicionales (el Liberal y el Conservador), responsables, en parte, de la erosión moral y fragmentación, la desigualdad social, así como de la violencia que la nación colombiana arrastra por más de un siglo, crearon las condiciones a favor del nuevo bloque político que permitió el ascenso a la presidencia de Álvaro Uribe, decidido a ganarle la batalla a la narcoguerrilla, sus cómplices en la violencia: los paramilitares y los narcotraficantes, como también restaurar la economía y garantizarle seguridad jurídica a los ciudadanos.

Luego de que se suponía que el país estaba al borde de caer al vacío, el disciplinado mandatario arrancó con la depuración y la modernización del ejército; convenció a los colombianos de la efectividad de su política de seguridad democrática; las instituciones públicas consiguieron un mejor funcionamiento, por lo que alrededor de Uribe se consolidó la unidad nacional, el factor determinante que permitió asestarle serios reveses a las organizaciones terroristas.

Los acosos exógenos y domésticos contra el mandatario estuvieron a la orden del día.
Entre los primeros, se cuenta la retórica “nacional populista” del presidente de Venezuela, Hugo Chávez y sus aliados del ALBA, que no dudaron en buscar sanciones y el aislamiento del gobierno colombiano, al suscitarse el ataque contra las FARC, hospedadas dentro del territorio del Ecuador.

Al final, Colombia salió bien librada de ese crítico episodio. A partir de aquí el gobernante venezolano, a punto de ver agotado su régimen de economía de Estado, se transforma en el símbolo inequívoco de la amenaza contra la seguridad nacional, de lo cual será testigo el candidato opositor Andreas Mockus, en uno de sus deslices verbales deja entrever un posible acercamiento con Chávez; lo que le deparó la aplastante derrota.

No dejó de ser una piedra en el zapato, la titubeante y confusa política de Washington que le cerró el paso al presidente Uribe, en lo referido a la aprobación del Tratado bilateral de Libre Comercio, pues según la Administración Obama, hay escasos progresos en materia de derechos humanos en ese país suramericano, que sigue en pie de guerra; en cambio, sí le es incrementada la asistencia militar, mediante el Plan Colombia. Al tiempo que a Pakistán, cuya agencia de inteligencia es colaboracionista de los talibanes afganos, se le libera de dichas condicionalidades, por lo que seguirá siendo objeto de cuantiosa cooperación en los diversos rubros, durante el próximo lustro.

Lo cierto es que el Presidente Álvaro Uribe logró desarticular en alto grado la narcoguerrilla, los paramilitares y los cárteles de la droga. Frente a esta especie de fauna son inútiles los marcos lógicos y la racionalidad. La opción efectiva resultó ser, para él, la guerra, la cual es además la prolongación de la política.

Ronald Obaldía González (opinión personal)

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